Desde que tengo uso de razón el adjetivo calificativo más común para describir a una mujer es “puta”. Parecería ser que lo primero que llega a la mente de las personas al referirse a una fémina es su sexualidad; que además, todos tienen la calidad moral de juzgar y sentenciar como buena, no tan buena o simplemente tan terrible que se merece ir a la horca por ella. Yo misma me he sentado durante largas horas a dialogar con mis amigas sobre lo fácil que es fulanita. Sé con certeza que muchas personas se han sentado a decir lo mismo de mí. Sin embargo, en medio de este vaivén de conversaciones me llegó de repente una duda: qué nos califica para juzgarnos entre nosotras mismas y exactamente cuáles son nuestros criterios? Entonces comprendí que las mujeres son tan vistas como objetos de propiedad pública, que todos creen que está bien opinar sobre su sexualidad. Esto es un grave problema socio-cultural que pasa desapercibido por la mayoría, pero que directa o indirectamente nos hace mucho daño a todos.
Si lo analizamos bien, es más de lo mismo: el valor de una mujer viene dado en gran medida por su cuerpo –no solo por cómo lo conserve (más nos vale ser un size 0) sino también por cómo lo use. La moralidad de una mujer tiene poco que ver con compasión, bondad, integridad o ética y muchísimo que ver con besuqueos y penetraciones. De hecho, recuerdo una charla que recibí en mi colegio –al que asistía para ser educada en valores- en la que comparaban a las mujeres con las rosas. Según la charlista, cada vez que una mujer tiene una pareja pierde un pétalo y si tiene muchas parejas antes de casarse, pues lo único que tendrá para ofrecerle a su esposo es un tallo sin hojas. Obviamente, ir a la universidad, capacitarse, ser íntegra, exitosa, interesante, divertida y una buena persona es totalmente secundario, hay que ser castas antes que nada.
Desafortunadamente, ser seria, casta, pura y digna supone una total restricción de nuestras libertades, no solo como mujeres sino como seres humanos. Las mujeres no podemos salir mucho de fiesta, ni tener muchos amigos hombres, ni hablar abiertamente sobre sexo, ni beber mucho, ni siquiera hablar muy alto o vestir con un escote pronunciado. La autora feminista, Jessica Valenti, dijo que: “Al parecer, la palabra “puta” puede aplicarse a cualquier actividad que no incluya hacer puntos de cruz, orar, o sentarse inmóvil […]” [1] Es decir, hay una serie de rígidos parámetros y expectativas que se supone que cumplamos y a la menor desviación nuestra moral entra en juego.
Cuántas de ustedes no se han sentido cohibidas de subir una foto, hacer un comentario o incluso de besar a un chico por temor a ser juzgadas? Todavía a mis 22 años tengo amigas que se “hacen las difíciles” para conquistar a alguien que les interesa. Porque, por supuesto, una mujer indecisa que hay que convencer y que al final resulta ser como un premio para el galán que la corteja, es mucho más atractiva que una mujer decidida, que sabe lo que quiere y no necesita que nadie forme una opinión por ella.
Casi por inercia llamamos romanticismo a la idea del amor propuesta por Ricardo Arjona (¡ese gran erudito de nuestro tiempo!) en su canción “Dime que No”, en la que claramente la mujer es concebida como un trofeo para su Romeo, el que está más atraído por el reto que la mujer supone, que por ella misma. Tenemos que volvernos conscientes de qué hay detrás de nuestros prejuicios y en qué medida laceran las libertades y los sentimientos de otras personas. La palabra “puta” no tiene otro objetivo que el de humillar a las mujeres y evitar que se empoderen de todas las dimensiones de sus vidas. Con demasiada frecuencia confundimos a una mujer independiente y segura de sí misma con una mujer fácil, no digna de ser respetada como ser humano y mucho menos de ser pareja de nadie.
Estamos en un periodo social y cultural en el que las luchas por la igualdad de género han cobrado mucho auge. Pero mientras la mayoría se concentra por alcanzar conquistas más palpables, las amenazas silentes nos van consumiendo socialmente. Nos hemos preocupado tanto por revolucionar las estructuras que hemos dejado de lado la transformación más importante: la del pensamiento. Siempre que las mujeres sean evaluadas y valoradas por sus apariencias, en el espectro más amplio de la palabra, su verdadera esencia, quienes realmente son, quedará relegada en el olvido. Servirá de poco que alcanzemos la paridad de género en las estadísticas, si en el plano humano no hemos cambiado las relaciones de poder que nos rigen. El cambio empieza por cada uno de nosotros.
[1] Valenti, Jessica. "He's a Stud, She's a Slut." He's a Stud, She's a Slut and 49 Other Double Standards Every Woman Should Know. Berkeley, CA: Seal, 2008. N. pag. Ebook.
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